Con la llegada del otoño se inician las numerosas recogidas de frutos en las cosechas. Cuando éstas se unen a la recreación visual de los árboles cambiando el color de las hojas, el placer es doble.
El castañar del Tiemblo es una de las vistas obligadas en la agenda de todo amante de la naturaleza y es uno de los destinos preferidos por los madrileños en otoño, ya que es uno de los pocos bosques de hoja caduca en sus cercanías.
Aprovechando el puente de noviembre son muchas la familias y excursionistas que se acercan a verlo. Afortunadamente, incluso el turismo extranjero de Madrid pasa cada vez más a equiparar las tradicionales visitas culturales del centro de la capital y de las ciudades imperiales de sus alrededores, con las de estos lugares en los que la caprichosa Naturaleza acude a su cita puntual de decorar artísticamente nuestros campos vistiéndose con sus mejores galas.
Si somos madrugadores podremos encontrar buenos ejemplares de la fauna, pero la avalancha de gente en fin de semana hace que dejemos esto más para los días de diario donde el campo recobra su calma. Nos tendremos que conformar con observar el sobrevuelo de las rapaces o los curiosos especímenes de invertebrados como de los que hablábamos en anteriores entradas del blog.
Si uno es aficionado a las setas a la vez que las castañas aquí tendrá su oportunidad de encontrarse con una gran variedad de especies.
Nos llamó la atención la perfecta adaptación de los árboles al terreno. Llega hasta tal punto que uno no sabría distinguir qué parte pertenece al árbol y qué parte a la piedra. Solamente cuando nos alejamos podremos comprender que son dos elementos bien diferenciados.
Si tenemos la suerte de visitar el bosque después de unas recientes lluvias, podremos comprobar cómo esos líquenes y musgos de las piedras que en verano parecen totalmente resecos, cuando llegan las gotas de agua se esponjan y albergan en su seno los frutos de los árboles, permitiéndo así su desarrollo. Efectivamente, contienen el grado justo de humedad para que no se resequen las semillas, pero tampoco tanta como para que se pudran o sean arrastradas por los torrentes.
En el otoño, la continudad y la constancia de sus tranquilas lluvias hacen que por fin, junto el cálido lecho de los musgos, paulatinamente se vayan diluyendo y resquebrajando sus potentes defensas de espinas, consiguiendo de esta manera que se abran a las nuevas y fecundas experiencias de crecer y desarrollarse originando nuevos y poderosos ejemplares.
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Todo esto bajo la atenta mirada de sus progenitores que desde la altura de sus ramas parecen mirar de reojo, como los padres miran a los maestros en que confían a sus hijos, preguntándose si ésos era realmente los finos musgos que a través de los años les alegró y albergó en su infancia, consiguiendo que alcanzasen ahora semejante porte.
© Pablo Torras/www.countrysessions.org
Texto y fotografías: © Pablo Torras/www.countrysessions.org